jueves, 28 de enero de 2016

El Juicio de París


Es común que la gente que comienza a entusiasmarse con el vino se pregunte cómo es posible que una botella de 750 ml. de jugo de uva fermentado supere las decenas de miles de pesos (o dólares, en algunos casos). Un mexicano promedio tendría que invertir un año de trabajo o más para adquirir una añada cualquiera de Romanée-Conti, Petrus, Monfortino, Pingus o Screaming Eagle.
            ¿Estas etiquetas ofrecen una calidad veinte veces mejor que, digamos, un gran vino latinoamericano? ¿Son cientos de veces superiores a las botellas que adquirimos normalmente y disfrutamos tanto? Ante estas cuestiones, dos personajes del mundo enológico decidieron --uno en los setenta y otro la década pasada-- poner a prueba los onerosos mitos de la vinicultura mundial.
            Steven Spurrier es un negociante inglés que en 1970 convenció a una anciana parisina de venderle su pequeña tienda adyacente a la Plaza de la Concordia con la intención no sólo de vender vino a los franceses, sino de enseñarles algo sobre su propio producto. En 1976 le surgió una idea para publicitar su negocio: comparar los mejores cabernets y chardonnays californianos --que en esas épocas eran vinos asequibles, desconocidos en el resto del mundo-- con algunos de los vinos más afamados de Francia.
            Spurrier organizó una cata a ciegas a la cual invitó a un grupo de personalidades francesas como jueces: periodistas, gastrónomos, sumilleres, funcionarios. Dispuso 6 tintos y 6 blancos americanos ante 4 tintos y 4 blancos franceses, de cosechas entre 1969 y 1974. Durante la degustación a ciegas, algunos jueces comenzaron a dudar sobre el origen de tal o cual copa, estas vacilaciones generaron intercambios de opinión con el vecino, incluso discusiones, finalmente reinó la incertidumbre.
Para sorpresa de todos --incluido el propio mercante británico (autor de la famosa máxima enológica de las 3 bes: Burdeos, Borgoña y balance)-- los vinos que acumularon más puntos resultaron ser ambos californianos: entre los rojos, Stag’s Leap superó a Mouton-Rotschild, Montrose, Haut-Brion y Leoville-Las Cases. Chateau Montelena triunfó en la categoría de chardonnays por encima del borgoñón Mersault Charmes Roulot, siguieron Chalone y Spring Mountain por delante de Beaune Clos des Mouches de Joseph Drouhin y luego Freemark Abbey, antes que un par de montrachets.
La prensa francesa de la época, en su mayoría, ignoró o desdeñó el concurso; unos cuantos adujeron que los caldos bordeleses y borgoñones necesitaban mayor tiempo para alcanzar su plenitud… La cuestión es que Spurrier no se salvó de la cólera de los líderes de la industria vitivinícola gala, para quienes fue un paria durante muchos años. Por otro lado, el único periodista norteamericano presente en el evento, George Taber, publicó la historia en la famosa revista Time y el artículo contribuyó a germinar la gran revolución que cambió el mundo del vino para siempre: entre otras cosas, hoy en día las etiquetas californianas más reconocidas superan en precio a los grandes crus de Burdeos.
            El 24 de mayo de 2006, treinta años después del “Juicio de París”, algunos de los jueces originales junto a otros nuevos se reunieron simultáneamente en Napa y Londres para catar exactamente los mismos tintos de 1976. Los críticos estaban seguros que el tiempo en botella pondría en su lugar a los californianos esta vez, que la legendaria estructura y potencial de guarda de Burdeos regresaría las aguas a su cauce… Ridge, Stag’s Leap, Mayacamas, Heitz y Clos du Val ocuparon los 5 primeros lugares, seguidos de Mouton, Montrose, Haut-Brion y Las Cases: Napa había triunfado de nuevo y con mayor contundencia.

miércoles, 30 de diciembre de 2015

El imperio de la intuición (Receta infalible para un martini seco)

Hay una película que ha permanecido girando en mi mente desde hace más de dos décadas. Fue filmada en México en 1962 y protagonizada por Silvia Pinal, Enrique Rambal y Claudio Brook. Un año antes, el director y guionista escuchó a José Bergamín hablar de una obra de teatro que llamaría “El ángel exterminador” y pensó: “Si yo veo eso en un cartel, entro inmediatamente en la sala”.
            Luis Buñuel no olvidó ese título, al cabo de unos meses, renuente a nombrar su nuevo filme de una forma algo menos sugestiva ―Los náufragos de la calle Providencia― raptó el rótulo al poeta madrileño, al enterarse por él mismo que finalmente no lo utilizaría. La enigmática cinta pronto se convertiría en un clásico.
       Este monumento a la intuición, este sueño repetitivo de final alucinante no nos abandona porque nos habla ―como la poesía a veces― en un lenguaje irracional. En ella hay “un grupo de personas que no pueden hacer lo que quieren hacer: salir de una habitación. Imposibilidad inexplicable de satisfacer un sencillo deseo” como dice el genio aragonés en sus memorias. Es la sublimación de una pesadilla común: no logramos incorporarnos, golpear a alguien, sostener algo con las manos; los intentos son cada vez más exasperantes. Nos habla sin interferencias al fondo de la percepción, a ese insondable y maravilloso túnel del espíritu.
            En las disciplinas espirituales, la reiteración es usada con frecuencia para alcanzar un estado de conciencia superior, para acceder a la frecuencia divina. La repetición puede ir desde un sonido, una palabra o una frase hasta un conjunto de acciones sofisticadas. Así se crean los ritos. Luis Buñuel ―como buen surrealista― era un hombre de ritos. En El ángel exterminador hay, al menos, diez secuencias repetidas que generan la atmósfera propicia; en sus películas usó a menudo este recurso sin teorizar sobre ello, de forma intuitiva. Curiosamente, reflexionó más sobre otros de sus hábitos: el vino y la ginebra.
            Buñuel confiesa que era capaz de abstraerse como en ningún lugar en la barra de un bar discreto y que podía conversar durante horas sobre sus bebidas favoritas. En nuestra mesa utópica de combibeles, él sería un elemento indiscutible. Para el director, el vino tinto estaba en lo más alto. Como cualquier enófilo que se precie, elevaba a la cima al gran vino francés, disfrutaba algunos cabernets de California y aceptaba mexicanos y chilenos, pero tampoco despreciaba beber de la bota un fresco Valdepeñas.
        Dice, sin embargo: “Desde luego nunca bebo vino en el bar. El vino es un placer puramente físico, que no excita de modo alguno la imaginación. En un bar, para inducir y mantener el ensueño, hay que tomar ginebra inglesa”. Aunque en nuestra opinión una gran botella estimula tanto la creatividad como los sentimientos nobles, quizás tiene razón: el vino es para compartir y Buñuel, creador huraño, disfrutaba de ir solo a los bares, buscaba la beatitud en silencio.
            Pero ya en sobremesa sigue siendo generoso, nos regala la receta de su dry-martini: poner en la nevera copas, ginebra y coctelera la víspera. Disponer hielos muy duros: “no hay nada peor que un martini mojado”. Sobre los cubos grandes a veinte grados bajo cero, poner unas gotas de vermut Noilly-Prat y de amargo de angostura, agitar bien y tirar el líquido. Sobre ese hielo verter la ginebra ―apunte de otro especialista: de preferencia Hendrick’s―, agitar y servir: “Eso es todo, y resulta insuperable”.
            Buñuel desestimaba las interpretaciones simbolistas de su obra, huía de los afanes explicativos; celebraba el absurdo, promovía el acercamiento intuitivo. Así es a veces el goce estético, cuando el análisis exhaustivo es ocioso: una olfateada, un sorbo, unas gotas de delirio son capaces de poseernos, habitar nuestro espíritu por décadas y colmar nuestros sentidos con su sabor persistente y su aroma profundo.
Le deseo un feliz año, lector querido. Salud.

jueves, 26 de noviembre de 2015

Crónica de una decantación anunciada


Abrir una botella de vino suscita siempre vacilaciones: ¿La trasvasaré o no?, ¿por cuánto tiempo?; en su caso ¿qué tipo de recipiente será el más recomendable?; o, quizás ¿sólo debería descorcharla con cierta anticipación?; ¿qué técnica de decantación usaré?... El cliché de la respiración es tan vago como aciago. Sin embargo, es evidente que si se ha invertido tiempo, dinero e ilusión en un vino, se desea obtener lo mejor de él, y la exposición del preciado líquido al aire definitivamente influye en su degustación.

            Imagine, caro lector, que, en un viaje familiar, cuando el dólar lo permitía, la prole se encontraba practicando el apasionante deporte del shopping. Usted, que había comprado lo necesario horas antes y se había visto en el compromiso de ceder —como digno potosino— el territorio adquirido con paciencia polar en la única banca del recinto a una jovencísima dama con evidente embarazo, se hallaba haciendo el enésimo viaje al hotel para depositar los paquetes acumulados por la progenie. Al intentar volver al centro comercial sin encender el dispositivo GPS —como ilustre potosino—, erró la circunvolución y se halló en un callejón desconocido. Intentó regresar a la avenida principal sin éxito y, tras muchos giros, terminó por desorientarse. Imagine.

Luego de una hora dando vueltas para encontrar la entrada al freeway, anocheció. Entonces decidió detenerse y, finalmente, encender la guía satelital. Al alzar la vista para buscar la placa de la calle y confirmar su ubicación, un pequeño letrero se le cruzó: “Wine Cellar”. Titubeó unos segundos y, en seguida, acercó el coche —evidentemente— para indagar si alguien dentro de la enoteca sería tan amable de darle direcciones.

El establecimiento era encantador. Aunque el guardia le había indicado con suma precisión la simple ruta de regreso a las tiendas, decidió distraerse por unos momentos en los primeros anaqueles: se detuvo, por supuesto, en cada etiqueta de su irregular pero atractiva colección; transitó —sin enredos esta vez— por los senderos de Napa, Burdeos, Borgoña, la Toscana, Mendoza, Ribera del Duero… Conversó con el encargado que hablaba un español exótico pero preciso, que recomendaba, acotaba y no insistía demasiado... el tiempo transcurrió plácidamente, hasta que el amable Nathan Hernández miró el reloj y anunció que la tienda estaba por cerrar.

Imagine que se dirigía usted a la caja con un par de botellas que eligió por su calidad, justo precio y poca disponibilidad en nuestro terruño, cuando, en el último anaquel, un sol se le apareció: esa etiqueta que habitaba sus sueños desde que tuvo memoria enológica. Los ojos le brillaron al verificar la magnífica añada y, con Nathan, el precio marcado, que si bien no era para evidenciar a su pareja ―esa que, mientras, firmaba lo doble por un chaleco―, resultaba una oportunidad única. En un reflejo visionario y temerario, recogió usted también un segundo ejemplar, que agotaba para siempre las existencias del negocio. Una vez aseguradas las botellas en el impenetrable paquete de material aislante y colocadas en el rincón más protegido de la cajuela, dos volantazos impecables y una canción de sus tiempos mozos le ubicaron en la puerta del mall por donde salían, en providencial sincronía, los seres queridos. Los vinos no pasaron por otras manos ni por otra temperatura que los acogedores catorce grados que usted impuso en el interior del vehículo durante la vuelta a casa (la correcta conservación de los chocolates para la abuela era imprescindible, aunque hubiese que recurrir al suéter) hasta que los alojó cuidadosamente en el meridión de su cava. Allí durmió ese vino especial en su sueño de frescura hasta el día de hoy.

O esa botella rara, por supuesto, también, fue adquirida ayer en la tienda que dista unas cuadras de su casa, no importa, pero por singulares razones financieras, sentimentales o existenciales es muy importante para usted. La cuestión es que, finalmente, imagine, ha decidido descorchar un vino del que tiene grandes expectativas. Una vez dispuestos la compañía exquisita, el lugar adecuado, las copas de calidad, la temperatura y hasta la iluminación pertinentes, surgieron las dudas: hasta ahora, su joya ha merecido un trato inmejorable —al menos desde que es suya—, pero ¿qué manejo final ofrecerá el goce óptimo? La decantación, por principio, sirve para separar ciertos residuos que contaminan poco más que una moderna expectativa de diafanidad, no obstante, se vuelve cada vez más un procedimiento mandatorio: la mayoría de los vinos parecen ser mucho más atractivos luego de cualquier rito de oxigenación... para otros la operación resulta catastrófica... ¿Cómo proceder?

Nos dimos, pues, a la siempre penosa tarea de realizar la cata a ciegas de un tinto en distintos momentos de su evolución de consumo, ayudados por un aireador de tipo “Vinturi” y un recipiente de cristal delgado con base ancha y cuello estrecho y alargado. La botella ha sido elegida al azar entre una docena de vinos tintos de edad media (2000-2009), crianza de más de 12 meses y precio alrededor de los $300 (en la fecha de su adquisición). Descorchemos pues la botella enmascarada y decantemos una porción.

              En la copa 1, que se ha servido inmediatamente de la botella, se encuentran algunos aromas poco definidos, vagos y que dan la impresión de estar superpuestos. Hay algo de reducción (humedad, establo), pero nada para preocuparse por el estado del vino. Al hacer bailar el caldo en la copa, surgen las moras negras y algo de pimienta, sin embargo, en el paladar no sentimos algo muy distinto a ese fárrago del envase de cartón. Hasta ahora, el vino deja mucho que desear en relación a su costo.

Han transcurrido 30 minutos. Servimos desde la botella de nuevo la copa 2 y apreciamos mejor sus aromas frutales, predominan las zarzamoras negras sobre indicios de vainilla; incienso, quizás; ahora eucalipto. Todavía sentimos cierta astringencia en boca. Dejamos el vino unos instantes en la lengua, sorbemos un poco de aire y… aún obtenemos poca persistencia en un final sin certeza: una leve mejoría.

Inmediatamente después, la copa 3, vertida a través del aireador “Vinturi”, ofrece diferencias notables: luego del simpático silbido de la succión del artilugio, los aromas son más ostensibles y profundos; el cedro, el tabaco y las especias han ganado protagonismo sobre la fruta. Los taninos son ahora más suaves, no obstante, la boca ha perdido frescura, se nota una pizca de salmuera. Circulamos el líquido en la boca… se ha extendido el final y la sensación es muy atractiva, casi lujosa. Es un buen vino.

Han pasado dos horas de que descorchamos la botella, finalmente servimos la copa 4 de la porción de vino que se mantuvo en el decantador desde el principio: ¡Vaya! Los aromas son aún más hondos, definidos y expresivos, la fruta casi confitada armoniza con la madera y las especias; se aprecian cuero, regaliz –una veta tras otra–, surge el arquetipo del terruño (un Ribera del Duero, adivinamos); en boca es sedoso, equilibrado, se distingue la estructura (aún es capaz de evolucionar), parece ser una añada de mucho calor, lo que se traduce en una fruta muy madura. El final se mantiene suficientemente largo pero es más redondo y profundo. Es difícil creer que es el mismo vino de hace un rato. Desvelamos la botella: Fuentespina Reserva 2003.

Hace unos años –ante una cata de Marqués de Murrieta, Castillo Ygay y Dalmau–, tuvimos la oportunidad de solicitarle a Miryam Ochoa, directora de Relaciones Públicas de la mítica bodega riojana, que nos hiciera las recomendaciones para el consumo óptimo de sus productos. Ella opinó que si bien una breve decantación provoca el despliegue de las fragancias, prefería ir disfrutando poco a poco la evolución del vino en la copa hasta alcanzar toda la riqueza contenida en su interior: “Si no, para mí, es como ir directamente al desenlace de la película y perderme la trama inicial. No, amigo mío, no” –sentenció. Seguramente, Miryam tiene a menudo la oportunidad de compartir con su alma gemela una mágnum de Ygay 1964 mientras transcurre una larga tarde de otoño.

Para nosotros, es posible decir que los vinos modernos, en general, requieren de un contacto generoso con el aire para poder expresar todas sus cualidades. Según nuestra cata –y experiencia–, la decantación más o menos larga ofrece los mejores resultados. Ante la duda, optaríamos por esta alternativa, sobre todo cuando una botella se va a compartir entre tres, cuatro o más combibeles. De esta forma es más probable que alcancemos el potencial completo antes que el vino se haya terminado.

Una vez realizado nuestro diagnóstico, es importante decir que cada botella requiere un trato particular. Ni todos los vinos mejoran con el trasvase, ni habría que decantarlos de la misma manera, incluso el manejo depende muchas veces del tiempo, el lugar y la compañía… pero sobre todo depende del gusto personal: he visto cómo grandes vinos viejos se arruinan con la decantación, pero también he disfrutado las bondades de un vino muy joven que se ha expresado sólo después de 24 horas del trasvase.

Lo ideal es adquirir, cuando es permisible, más de una botella de cada etiqueta para ir descifrando, año tras año, el misterio que esconde su peculiaridad. Comentaremos, caro lector, algunas técnicas de decantación para distintas situaciones y tipos de vino en la siguiente entrega.