Abrir una botella de vino suscita
siempre vacilaciones: ¿La trasvasaré o no?, ¿por cuánto tiempo?; en su caso ¿qué
tipo de recipiente será el más recomendable?; o, quizás ¿sólo debería
descorcharla con cierta anticipación?; ¿qué técnica de decantación usaré?... El
cliché de la respiración es tan vago
como aciago. Sin embargo, es evidente que si se ha invertido tiempo, dinero e
ilusión en un vino, se desea obtener lo mejor de él, y la exposición del
preciado líquido al aire definitivamente influye en su degustación.
Imagine, caro lector, que, en un viaje familiar, cuando el dólar lo permitía, la
prole se encontraba practicando el apasionante deporte del shopping. Usted, que había comprado lo necesario horas antes y se
había visto en el compromiso de ceder —como digno potosino— el territorio
adquirido con paciencia polar en la única banca del recinto a una jovencísima
dama con evidente embarazo, se hallaba haciendo el enésimo viaje al hotel para
depositar los paquetes acumulados por la progenie. Al intentar volver al centro
comercial sin encender el dispositivo GPS —como ilustre potosino—, erró la
circunvolución y se halló en un callejón desconocido. Intentó regresar a la
avenida principal sin éxito y, tras muchos giros, terminó por desorientarse. Imagine.
Luego de
una hora dando vueltas para encontrar la entrada al freeway, anocheció. Entonces decidió detenerse y, finalmente,
encender la guía satelital. Al alzar la vista para buscar la placa de la calle
y confirmar su ubicación, un pequeño letrero se le cruzó: “Wine Cellar”.
Titubeó unos segundos y, en seguida, acercó el coche —evidentemente— para
indagar si alguien dentro de la enoteca sería tan amable de darle direcciones.
El
establecimiento era encantador. Aunque el guardia le había indicado con suma
precisión la simple ruta de regreso a las tiendas, decidió distraerse por unos
momentos en los primeros anaqueles: se detuvo, por supuesto, en cada etiqueta
de su irregular pero atractiva colección; transitó —sin enredos esta vez— por
los senderos de Napa, Burdeos, Borgoña, la Toscana, Mendoza, Ribera del Duero…
Conversó con el encargado que hablaba un español exótico pero preciso, que
recomendaba, acotaba y no insistía demasiado... el tiempo transcurrió plácidamente,
hasta que el amable Nathan Hernández
miró el reloj y anunció que la tienda estaba por cerrar.
Imagine que se
dirigía usted a la caja con un par de botellas que eligió por su calidad, justo
precio y poca disponibilidad en nuestro terruño, cuando, en el último anaquel, un
sol se le apareció: esa etiqueta que habitaba sus sueños desde que tuvo memoria
enológica. Los ojos le brillaron al verificar la magnífica añada
y, con Nathan, el precio marcado, que
si bien no era para evidenciar a su pareja ―esa que, mientras, firmaba lo doble
por un chaleco―, resultaba una oportunidad única. En un reflejo visionario y temerario,
recogió usted también un segundo ejemplar, que agotaba para siempre las
existencias del negocio. Una vez aseguradas las botellas en el impenetrable paquete
de material aislante y colocadas en el rincón más protegido de la cajuela, dos
volantazos impecables y una canción de sus tiempos mozos le ubicaron en la
puerta del mall por donde salían, en
providencial sincronía, los seres queridos. Los vinos no pasaron por otras
manos ni por otra temperatura que los acogedores catorce grados que usted impuso
en el interior del vehículo durante la vuelta a casa (la correcta conservación
de los chocolates para la abuela era imprescindible, aunque hubiese que
recurrir al suéter) hasta que los alojó cuidadosamente en el meridión de su cava.
Allí durmió ese vino especial en su sueño de frescura hasta el día de hoy.
O esa botella rara,
por supuesto, también, fue adquirida ayer en la tienda que dista unas cuadras
de su casa, no importa, pero por singulares razones financieras, sentimentales
o existenciales es muy importante para usted. La cuestión es que, finalmente,
imagine, ha decidido descorchar un vino del que tiene grandes expectativas. Una
vez dispuestos la compañía exquisita, el lugar adecuado, las copas de calidad,
la temperatura y hasta la iluminación pertinentes, surgieron las dudas: hasta
ahora, su joya ha merecido un trato inmejorable —al menos desde que es suya—,
pero ¿qué manejo final ofrecerá el goce óptimo? La decantación, por principio,
sirve para separar ciertos residuos que contaminan poco más que una moderna
expectativa de diafanidad, no obstante, se vuelve cada vez más un procedimiento
mandatorio: la mayoría de los vinos parecen ser mucho más atractivos luego de
cualquier rito de oxigenación... para otros la operación resulta catastrófica...
¿Cómo proceder?
Nos dimos, pues, a la siempre penosa tarea de realizar
la cata a ciegas de un tinto en distintos momentos de su evolución de consumo,
ayudados por un aireador de tipo “Vinturi” y un recipiente de cristal delgado
con base ancha y cuello estrecho y alargado. La botella ha sido elegida al azar
entre una docena de vinos tintos de edad media (2000-2009), crianza de más de
12 meses y precio alrededor de los $300 (en la fecha de su adquisición).
Descorchemos pues la botella enmascarada y decantemos una porción.
En
la copa 1, que se ha servido inmediatamente de la botella, se encuentran
algunos aromas poco definidos, vagos y que dan la impresión de estar
superpuestos. Hay algo de reducción (humedad, establo), pero nada para
preocuparse por el estado del vino. Al hacer bailar el caldo en la copa, surgen
las moras negras y algo de pimienta, sin embargo, en el paladar no sentimos
algo muy distinto a ese fárrago del envase de cartón. Hasta ahora, el vino deja
mucho que desear en relación a su costo.
Han transcurrido 30 minutos. Servimos desde la
botella de nuevo la copa 2 y apreciamos mejor sus aromas frutales, predominan
las zarzamoras negras sobre indicios de vainilla; incienso, quizás; ahora
eucalipto. Todavía sentimos cierta astringencia en boca. Dejamos el vino unos
instantes en la lengua, sorbemos un poco de aire y… aún obtenemos poca persistencia
en un final sin certeza: una leve mejoría.
Inmediatamente después, la copa 3, vertida a través
del aireador “Vinturi”, ofrece diferencias notables: luego del simpático
silbido de la succión del artilugio, los aromas son más ostensibles y
profundos; el cedro, el tabaco y las especias han ganado protagonismo sobre la
fruta. Los taninos son ahora más suaves, no obstante, la boca ha perdido
frescura, se nota una pizca de salmuera. Circulamos el líquido en la boca… se
ha extendido el final y la sensación es muy atractiva, casi lujosa. Es un buen
vino.
Han pasado dos horas de que descorchamos la
botella, finalmente servimos la copa 4 de la porción de vino que se mantuvo en
el decantador desde el principio: ¡Vaya! Los aromas son aún más hondos,
definidos y expresivos, la fruta casi confitada armoniza con la madera y las
especias; se aprecian cuero, regaliz –una veta tras otra–, surge el arquetipo
del terruño (un Ribera del Duero, adivinamos); en boca es sedoso, equilibrado,
se distingue la estructura (aún es capaz de evolucionar), parece ser una añada
de mucho calor, lo que se traduce en una fruta muy madura. El final se mantiene
suficientemente largo pero es más redondo y profundo. Es difícil creer que es
el mismo vino de hace un rato. Desvelamos la botella: Fuentespina Reserva 2003.
Hace unos años –ante una cata de Marqués de
Murrieta, Castillo Ygay y Dalmau–, tuvimos la oportunidad de solicitarle a
Miryam Ochoa, directora de Relaciones Públicas de la mítica bodega riojana, que
nos hiciera las recomendaciones para el consumo óptimo de sus productos. Ella
opinó que si bien una breve decantación provoca el despliegue de las
fragancias, prefería ir disfrutando poco a poco la evolución del vino en la
copa hasta alcanzar toda la riqueza contenida en su interior: “Si no, para mí,
es como ir directamente al desenlace de la película y perderme la
trama inicial. No, amigo mío, no” –sentenció. Seguramente, Miryam tiene a
menudo la oportunidad de compartir con su alma gemela una mágnum de Ygay 1964
mientras transcurre una larga tarde de otoño.
Para nosotros, es posible decir que los vinos
modernos, en general, requieren de un contacto generoso con el aire para poder
expresar todas sus cualidades. Según nuestra cata –y experiencia–, la
decantación más o menos larga ofrece los mejores resultados. Ante la duda,
optaríamos por esta alternativa, sobre todo cuando una botella se va a
compartir entre tres, cuatro o más combibeles. De esta forma es más probable
que alcancemos el potencial completo antes que el vino se haya terminado.
Una vez realizado nuestro diagnóstico, es
importante decir que cada botella requiere un trato particular. Ni todos los
vinos mejoran con el trasvase, ni habría que decantarlos de la misma manera,
incluso el manejo depende muchas veces del tiempo, el lugar y la compañía… pero
sobre todo depende del gusto personal: he visto cómo grandes vinos viejos se
arruinan con la decantación, pero también he disfrutado las bondades de un vino
muy joven que se ha expresado sólo después de 24 horas del trasvase.
Lo ideal es adquirir, cuando es permisible, más de
una botella de cada etiqueta para ir descifrando, año tras año, el misterio que
esconde su peculiaridad. Comentaremos, caro lector, algunas técnicas de
decantación para distintas situaciones y tipos de vino en la siguiente entrega.